La pérdida de un ser querido puede ser un evento complejo para cualquier persona, especialmente para los más pequeños. En esta etapa, la percepción sobre los aspectos de la vida recién se está desarrollando, y un momento así puede definir la personalidad de aquel niño o niña que está creciendo.
Esto es especialmente importante para el entorno más cercano al menor, ya que son los primeros encargados de dar apoyo durante el proceso de duelo y que, idealmente, deben saber qué es lo que piensa el niño o la niña sobre el fallecimiento.
Por eso, y a partir de un estudio desarrollado en España por las sicólogas Carmen Villanueva y Josefa García, es importante entender cómo los recién nacidos y los niños hasta los 12 años van entendiendo la partida de un ser querido en cada etapa de sus vidas.
Durante el primer año de edad el niño está ocupado en distinguir entre él mismo, el entorno que le rodea y las personas que lo atienden. Por ello, reaccionarán con angustia ante la pérdida de su principal cuidador (usualmente la madre). Además, es posible que capten el dolor de otros adultos cuando hay llantos, cuando hay cambios en las rutinas, en los ruidos y se presentan estímulos adicionales en el hogar. La ausencia de rostros sonrientes y de períodos de juegos, o que ya no lo sostengan en brazos, puede tener un efecto acumulativo.
A partir del año estará muy ocupado explorando su entorno, y desarrollando la consciencia de que un objeto o persona existe y está presente, aunque el pequeño no lo vea. Por ello, los niños menores de 3 años tienen una escasa comprensión de la causa o finalidad del fallecimiento, aunque reaccionan a la separación y responden a los cambios en su mundo inmediato. Las reacciones comunes a la partida de un ser querido son el llanto, la conducta aferrada, es decir, se “pega” al cuidador, y la conducta regresiva en general, al adoptar actitudes que ya había superado.
Los preescolares de 3 a 5 años en cambio, se enfocan en detalles concretos. Personalizan la experiencia y pueden llegar a creer que ellos causaron el fallecimiento de ese ser querido, ya que es un castigo por portarse mal. Debido a que todavía son incapaces de manejar el tiempo y el concepto de finalidad, creen que la muerte es reversible. Además, consideran que la persona que ha partido conserva cualidades de alguien vivo. Las reacciones comunes en esta edad son el miedo a la separación de los padres y otros adultos significativos, rabietas y explosiones de irritabilidad, llanto y aislamiento, además de conducta regresiva, trastornos del sueño o incremento en los temores usuales como a la oscuridad, por ejemplo.
Entre los 5 y los 9 años más del 60% de los niños personifican la muerte como un ser con existencia propia. En el niño mayor de 6 años comienzan a aparecer las consecuencias de su educación religiosa, social y familiar. A esta edad se da una mayor comprensión respecto a la propia salud y seguridad. Sin embargo, se da la personificación de la muerte (creen en el “hombre del saco” por ej.), y sus respuestas van encaminadas a causas específicas más que a procesos generales: pistolas, cuchilladas, explosiones, ataque al corazón, etc. Durante este período hay una auténtica curiosidad por ver lo que ocurre después del fallecimiento. Las reacciones comunes son la rabia, negación, irritabilidad, culpa, fluctuaciones en el humor, miedo a la separación, a estar solo, además del aislamiento, regresión y quejas físicas (dolor de estómago o de cabeza). Frecuentemente hay problemas escolares y dificultades de concentración.
Los preadolescentes, de 9 a 12 años, tienen una comprensión madura de la muerte, ya que es concebida por los cinco conceptos que la caracterizan, es permanente, irreversible, inevitable, universal y no funcional. Por ello, las respuestas son semejantes a las de los adultos, aunque frecuentemente se suelen dar exagerados intentos por proteger/ayudar a los cuidadores y otras personas significativas. Impera el sentido de responsabilidad en los conflictos familiares y suelen darse fuertes deseos de continuar con el compromiso social. Aun así, por norma general, suele brillar el sentirse diferentes a otros que no han experimentado una muerte. Debido a la mayor madurez de su personalidad, los adolescentes pueden enfrentar en mejores condiciones las consecuencias del fallecimiento. A diferencia de los niños, no dependen por completo de sus padres para desarrollarse; no obstante, si pierden a uno de estos pueden presentar problemas muy peculiares, tales como reexperimentación del hecho, evitación de sentimientos, resentimiento, pérdida de confianza, culpa, vergüenza, depresión, pensamientos suicidas, aislamiento, ansiedad, pánico, oscilaciones del humor, irritabilidad, o exagerada euforia. A pesar de que muchas veces tratan de ocultarlo, suelen tener miedo a eventos similares, a las enfermedades, o al futuro.
Fuente: Psicólogos-gravia.com