“Qué bueno que no tuviste que sentir la muerte de tu padre”

No soy buena recordando los cumpleaños. Ya olvidé el de casi todas las personas que amo. Pero no olvido el día del cumpleaños de mi padre. El único que nunca celebré.

Mi padre murió a los 37 años de un infarto fulminante. Era una mañana de Navidad. Yo estaba cerca de cumplir los dos años, así que no me acuerdo de él. Escuché a algunas personas decir: “Qué bueno que no tuviste que sentir la muerte de tu padre”, refiriéndose al hecho de que mis hermanos mayores, que en aquella época tenían 9 y 11 años, sí comprendieron de inmediato la noticia de la muerte de nuestro padre y yo no.

Inmediatamente nos cambiamos de ciudad y de casa. Todo el mundo a mi alrededor estaba extremadamente triste, mi mamá principalmente. Claro que lo sentí. Comprender y sentir son dos cosas diferentes.

Aún hoy, con casi la misma edad que llegó a tener mi padre, continúo llorando su muerte. Cuanto más me aproximo de los 37 años, más noción tengo del poco tiempo que él estuvo por aquí. Miro a mis hermanos, que ahora están más viejos de lo que él llegó a ser, y veo que son jóvenes todavía. Esto me da una dimensión de la inmensa tragedia que representó su muerte repentina.

Mi mamá cuenta que, meses después de la muerte de mi padre, yo vi una foto de un hombre barbudo en el periódico y me quedé señalándolo admirada, “oh, oh, oh”, sin decir nada más. Como quien dice “mira, finalmente lo encontré”. Mi tío, el que más se parece físicamente a mi papá, nos fue a visitar un día. Mi mamá dice que, cuando lo vi entrar por la puerta, ¡me levanté eufórica! Mi tío se dio cuenta de que yo lo estaba confundiendo con mi padre y se puso a llorar.

Cada vez que me ven, algunos parientes lejanos suelen decir algo muy curioso: “Ella es la niñita”. Yo quedé marcada en la cabeza de todos como una niña huérfana, la niña que todos vieron en el velorio de mi padre y que, dicen, fue el día más triste del mundo. Triste por el hecho de morir tan joven, triste por tener tres hijos pequeños, el mayor, además, con una enfermedad mental. Triste porque él y mi mamá estaban completamente enamorados. Triste porque él estaba viviendo un momento de prosperidad en el trabajo. Triste porque era Navidad. Triste.

Toda Navidad cuento el tiempo que ha pasado desde su muerte. Todo 20 de octubre pienso en cuántos años él estaría cumpliendo. Y pienso en cómo habría sido mi vida con él. Cómo habría sido si él estuviese aquí, ahora. Mi mamá dice que heredé de él mi forma cariñosa de ser con las personas.

Algunas veces, cuando estoy triste y con la autoestima baja, pienso que mi papá me diría algo bonito en ese momento, tal vez de una manera hasta exagerada y divertida. Me diría que estoy linda, aun cuando otras personas me estuviesen sugiriendo que adelgazara, por ejemplo. Estaría siempre seguro de que tengo talento. Me abrazaría con gran fuerza.

Me la paso fantaseando con esa gran vida con él. Creo que el hecho de que él hubiera sido un hombre bueno, carismático y generoso contribuye a ello. Las personas lo recuerdan con mucho cariño, con brillo en los ojos. Varios hombres ya me dijeron “tu padre fue el mejor amigo que tuve en la vida”.

Ese fue el legado que él me dejó. Intento, con todas mis fuerzas, ser una buena amiga para mis amigos. El haber perdido a un padre tan joven también me hizo tener mucha consciencia de que la muerte existe y que ésta puede llegar en cualquier momento. Inclusive en el momento más feliz de su vida.

Por Silvia, periodista.

Fuente: «Vamos Falar Sobre O Luto? – www.ysihablamosdelluto.com.br 

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