“Sólo hay una cosa peor que la muerte de un hijo: el suicidio de un hijo”. Pensar en ello provocaba un estremecimiento, una ansiedad leve y fugaz, rápidamente descartada por la frase: “Qué horror, no puedo ni pensarlo”. ¿Y cómo pensarlo? Victoria acababa de nacer y era un bebé sonriente y feliz. Sus hermanos, Bernardo, el mayor, reflexivo, curioso y serio, y Pablo, travieso y adorable, descubrían el mundo con alegría. Con sus diez y seis años ya habían viajado mucho, disfrutado comidas, museos, experiencia, aventuras…
El viernes 3 de octubre de 2014 Pablo decidió que no iba a vivir más. Faltaba un mes y tres días para que cumpliese 24 años. Él empezó su carta de despedida con una frase: “Que la vida siga sin mí”. Y la vida sigue, pero todo cambió. No somos los que éramos antes, y cuando escribo en plural me refiero al núcleo pequeño de mi esposa, y mis dos hijos, pero también a mis sobrinos, a los tíos y a los abuelos de Pablo, a sus muchos amigos… A todos aquellos a los que nos toca seguir con la vida sin él y cargando con el dolor de su ausencia.
“No se supera la muerte de un hijo”, oí decir a gente con más años de experiencia en el tema que yo. Y estoy de acuerdo, ya que no se supera en el sentido de solucionar o resolver, como una enfermedad que se cura. La muerte de un hijo es una situación permanente, algo que se instala, que se integra a lo que somos. El hijo (y su muerte) sigue presente, acompaña la vida de los padres. En este sentido, no se supera.
Pero hay otros sentidos de la palabra superar: también puede significar dejar atrás, como se deja tras de sí un punto del camino. Se supera el desánimo, la angustia, la caída de la autoestima y el enojo. En este sentido, hay superación cuando la presencia de la ausencia no nos define, no es eje central de lo que somos y nuestro lugar en el mundo.
Entre los significados de superación no está borrar, aniquilar o eliminar. Lo que fue superado sigue existiendo, está presente. Este es el desafío de una superación auténtica. Superar no es retirar de nuestra historia el hecho trágico. La superación no es olvidar o ignorar. No se trata de tomar una pastilla del olvido y seguir viviendo igual que antes, inocentemente, como si nada hubiera pasado. Eso sería lo contrario de superación. Habrá que encontrar justamente entre los restos de la catástrofe los materiales para la reconstrucción, y para hacer eso habrá que mirar de frente a la devastación.
Un día, después de muchos, descubro que hoy no lloré; el primer pensamiento del día no fue el de mi hijo fallecido (fue el segundo pensamiento, tal vez, y eso marca toda la diferencia). Podemos estar con amigos sin que necesariamente tengan que oírnos hablar de nuestro proceso, del hijo que se fue. Podemos recuperar la actividad profesional sin terror al conflicto, sin preocuparnos por nuestras reacciones exageradas. Ya no esperamos ser reconfortados ni la tolerancia especial que creíamos merecer por nuestra situación. Volvemos a pensar en los demás, recordando que los otros también sufren y que los problemas que nos parecen menores también son importantes para quien los vive. Salimos al mundo y descubrimos que sí, que la vida sigue.
Nada es igual, pero no todo es peor. Todo cambió y yo también. Tal vez hoy sea más sabio, más calmo, más ponderado. Soy sin dudas más fuerte y sé más sobre mi fortaleza y sobre mi capacidad para hacer frente a la adversidad. Creo que estoy aprendiendo a valorar las cosas que tengo más que las que perdí o no logré. Sé más y mejor qué quiero y qué creo. Doy un mayor valor al afecto de algunas personas y abrí nuevas posibilidades a mi vida: nuevas sensibilidades, nuevos saberes, nuevas dudas. Me gusta más quien soy que quien era. ¿Cambiaría todo por tener de nuevo a mi hijo? Sin duda respondería que sí, pero no tengo la ilusión de que eso sea posible.
Una de las lecciones aprendidas es que existen pérdidas y que las pérdidas verdaderas son irreversibles.
No sólo perdí los abrazos de Pablo, su risa, la complicidad en los viajes que hacíamos los dos, las canciones compartidas, el humor, disfrutar una serie juntos… También perdí ilusiones y, sobre todo, perdí un cierto estado de inocencia. Todavía tenía a los 50 años algunas creencias que hacían más fácil vivir: creía que todo tenía solución, que nada verdaderamente malo podría alcanzarme. Creía que conocía a mi hijo, que siempre me tendría como un último recurso. Creía que podía proteger a mi familia de los males del mundo. Y estaba equivocado. Cosas malas pueden ocurrirnos en cualquier momento, inclusive cosas que están más allá de lo imaginable. Mis hijos son personas y tienen poder de decisión independiente de mí, inclusive para usar este poder contra ellos, o de maneras que a mí me resulta imposible entender y que pueden lastimarme. Como con el resto de las personas, de mis hijos conozco sólo una parte muy pequeña, la que quieren y pueden compartir conmigo y lo mismo ocurre, al contrario. No soy omnipotente: hay fuerzas que me superan y que pueden hacer daño a los que amo. Todo esto aprendí: independientemente de la razón (sin duda triste) hay mucho aprendizaje.
También aprendí que existe lo absoluto. El dolor por la pérdida de un hijo es absoluto: no se puede comparar el sufrimiento del padre que perdió a un bebé de unos días con una mujer cuyos dos únicos hijos murieron en el mismo accidente. Cada sufrimiento es completo, toma cuenta del universo y no hay más o menos en eso. Así que hoy no creo que el suicidio de un hijo sea lo único peor que la muerte de un hijo. Hasta creo que consigo encarar mejor la muerte de Pablo sabiendo que fue una decisión suya, aceptando y respetando este gesto final, tratando de interpretarlo con un valor positivo a pesar de mi sufrimiento.
Pablo fue siempre una persona luminosa, compleja, libre, sin miedo. Ansioso, voraz, curioso, excesivo, desmedido, sin medias tintas. Tanteando los límites buceó, surfeó, navegó, saltó en paracaídas, escaló. Buscaba una interpretación del universo y creía que hay una conciencia cósmica, de que podemos salir de los límites de nuestra existencia terrenal y buscaba las formas y las experiencias para conseguirlo. Le gustaba la música, la fotografía, el cine, el street art, Van Gogh, el tatuaje, las fiestas, los amigos, Berlín, Amsterdam, Cusco y Sao Paulo. En los ocho mil y pocos días que vivió, vivió mucho más que muchos longevos. Era generoso y también egoísta, cariñoso y provocador: también en las personas testaba los límites. Amaba y odiaba con intensidad tan incendiaria como el resto de sus pasiones. Más que intenso, era incandescente. Ardió en su propio fuego y en esa explosión de luz final iluminó y quemó a los que estábamos cerca. Me cabe guardar la luz y curar el resto.
Mientras tanto, la vida sigue.
Por Andrés, consultor y doctorando en filosofía.
Fuente: “Vamos Falar Sobre O Luto? – www.ysihablamosdelluto.com.br